En el siglo XVIII, la conservación de alimentos se había convertido en una necesidad acuciante para los ejércitos y, todavía más, para los marinos, que a menudo se embarcaban en viajes oceánicos que duraban meses e incluso años. Procedimientos tradicionales de conservación, como la salazón de carne y pescado y el bizcocho (pan sin levadura recocido), tenían limitaciones de tiempo de almacenamiento, de mal sabor y hasta de perjuicios en la salud.
Fue un francés, Nicolas Appert, de profesión confitero, quien en torno a 1795 ideó un procedimiento de conservación tan sencillo como eficaz. Consistía en colocar los alimentos en un tarro de cristal cerrado herméticamente y hervirlo durante un cierto período –con lo que, como descubriría Pasteur en 1860, se mataban los microorganismos–, tras lo que la comida se conservaba en perfecto estado y con todo su sabor. En esos años de guerras revolucionarias, Appert creó una fábrica con decenas de trabajadores y suministró sus tarros a la marina francesa. En 1810, el gobierno de Napoleón le ofreció un premio de 12.000 francos a cambio de publicar su método en un libro del que se hicieron varias ediciones.
Justo entonces otro francés, Philippe de Girard, marchó a Londres con la intención de explotar económicamente el invento. Girard aportó una innovación decisiva: en vez de tarros de cristal usaría recipientes de hojalata, esto es, láminas de hierro bañadas en estaño. Se asoció con un empresario inglés, Peter Durand, e hizo demostraciones ante la Royal Society de Londres.
Aprobado por la reina
En 1811, Durand vendió la patente a otro empresario, Bryan Donkin, un destacado ingeniero e inventor (se lo recuerda sobre todo por su modelo de máquina de papel continuo). Dos años más tarde, Donkin inauguró la primera fábrica de latas de conserva de la historia. En una clásica artimaña publicitaria, dio a probar sus productos a miembros de la alta sociedad londinense, como el duque de Wellington y el de York, quien a su vez se los ofreció a la reina y el regente, todos los cuales mostraron su “alta aprobación” del resultado.
Otra gran personalidad de la cultura inglesa de la época, Joseph Banks, se prestó a degustar ante la Royal Society de Londres una lata de dos años y medio de antigüedad y declaró que estaba “en perfecto estado de conservación”. Donkin se convirtió en suministrador oficial de comida enlatada para la marina británica, aunque inicialmente su uso se limitó a los soldados enfermos, y pese a que cerró su fábrica en 1821, muchas otras tomarían el relevo tanto en Europa como en América.
Llega el abrelatas
Al principio, las latas eran muy pesadas y para abrirlas se requería un esfuerzo considerable. Un manual de instrucciones de un fabricante decía: “Para abrir las latas córtese alrededor de la parte superior con escoplo y martillo”. Los primeros abrelatas aparecieron tan sólo en la década de 1850, cuando la mecanización permitió hacer latas más ligeras. Se hicieron muy populares los decorados con una cabeza y cola de toro, que se repartían con las latas de una carne de vacuno. En 1870 el estadounidense William Lyman inventó el abrelatas de rueda cortante. Con ello nada impidió ya que las latas de conserva empezaran a abarrotar las tiendas y las despensas de los particulares.
Fuente: National Geographic
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